jueves, 1 de junio de 2017

La boca muda

La boca muda



            El paradigma clásico de la separación de poderes, que responde a las ideas de Montesquieu, supone que los jueces se limitan a aplicar la ley, y carecen de toda facultad creativa. Son una mera “boca que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes”. Durante siglos, estas premisas se han convertido en los parámetros esenciales de la actuación del poder judicial. La idea tiene su lógica: si el representante del pueblo es el legislador, solo a este le corresponde innovar el ordenamiento jurídico, es decir, crear derecho. El juez, que no representa al pueblo, encuentra la fuente de legitimidad de su actuación precisamente en el sometimiento estricto a la ley, a la que nada puede añadir. Que, como parámetro teórico, esta idea sigue siendo de algún modo la base del paradigma de actuación del poder judicial en los actuales sistemas, lo demuestra por ejemplo el artículo 117.1 de la Constitución española, que señala que la justicia “emana del pueblo” y se administra por jueces y magistrados independientes “sometidos únicamente al imperio de la ley”. Desde luego, la mayor parte de los estudios en la materia ponen de relieve que la realidad se aleja cada vez más de este modelo. Por un lado, muchos de los principios que rigen la interpretación y aplicación de las normas, desde la equidad a la interpretación más favorable al ejercicio de los derechos, pueden implicar precisamente una “moderación” de la fuerza y rigor de las leyes. Pero sobre todo, cada vez se admite más abiertamente que no es posible una interpretación no creativa de la ley. A partir de aquí, se vienen a abrir dos vías: o justificar de forma abierta el activismo judicial, rompiendo definitivamente con el paradigma clásico, o añadir requisitos o exigencias adicionales en la parte creativa de la labor judicial, que de este modo se admitiría, pero sometida a parámetros estrictos que impidieran que esa creación se convirtiera en mero subjetivismo o arbitrariedad. Por muchas razones, me parece que esta última vía es la más adecuada. Y en ella, como es obvio, juegan un papel fundamental las exigencias argumentativas. De este modo, aunque se acepte que el diseño de Montesquieu no puede aplicarse sin ciertas adaptaciones, se admitiría que la legitimidad del juez deriva de su capacidad para justificar que sus decisiones se fundamentan en la ley.

            Sin embargo, en España encontramos, cada vez con más frecuencia, actuaciones judiciales que no solo se sitúan a una distancia sideral de ese modelo, sino que no parecen responder a ningún otro modelo alternativo, o al menos a ninguno que pueda justificarse en un Estado de Derecho. Dejo de lado los ejemplos más patológicos (que alguno ha habido) de clara instrumentalización del derecho al servicio de fines políticos, acaso inspirados en aquella idea del “uso alternativo del derecho”, en realidad un abuso del derecho contra las bases del sistema. Me refiero a actuaciones, cada vez más cotidianas, que me parecen impropias de un juez: explicar (cuando no anunciar) a los medios las actuaciones judiciales propias, entrar en debates públicos sobre ellas, buscar, en definitiva, publicidad o protagonismo a cuenta de las decisiones judiciales emitidas. No es correcto. Toda la justificación que un juez debe dar de sus sentencias o resoluciones, ha de estar en estas, que no deben ser producto de una boca muda, sino de una boca que argumenta y justifica jurídicamente. Pero ante los medios, el juez no tiene más que añadir.

(Fuente de la imagen: https://es.wikipedia.org/wiki/Montesquieu)

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