miércoles, 27 de mayo de 2015

El pueblo, las reglas, el gobierno... y "la gente"

El pueblo, las reglas, el gobierno… y “la gente”


         Como suele suceder después de muchas elecciones, todos creen haber ganado, y en realidad no está muy claro a quién hay que dar la enhorabuena. Esto sucede en realidad por las características y reglas propias del sistema parlamentario, que, con sus ventajas e inconvenientes, parte de una premisa tan obvia como chocante e incluso extraña para muchos ciudadanos: el pueblo no elige directamente a sus gobiernos. En efecto, nosotros no elegimos ni a nuestro alcalde, ni al presidente de nuestra Comunidad Autónoma, ni al del Gobierno español, y mucho menos a los correspondientes equipos de gobierno. Es verdad que la saludable costumbre de los partidos de anunciar antes de las elecciones quién es su candidato a ocupar cada uno de estos puestos, mitiga ese “salto” entre electores y gobiernos, pero en situaciones como la actual, con carencia casi total de mayorías absolutas, se aprecian con toda claridad las consecuencias de esta característica. En estos supuestos es tan habitual como necesaria la búsqueda de pactos para constituir gobiernos estables. Estos pactos pueden conducir simplemente a facilitar (con el voto favorable o con la abstención cuando pueda bastar con esta) la investidura de un candidato, pero pueden ir más allá, desde el compromiso de apoyos a las iniciativas previamente acordadas o programadas, hasta el pacto de legislatura, con o sin la entrada en el Gobierno de todos los grupos que pactan.


            Todo ello es siempre admisible y plenamente legítimo en una democracia parlamentaria, pero no es correcto plantear necesariamente los pactos y los gobiernos resultantes como un reflejo directo de la voluntad popular o como la más correcta interpretación de esta, salvo que dicho pacto o los apoyos de cualquier tipo a otras fuerzas se hubieran anunciado y hubieran sido conocidos por los votantes antes de las elecciones. Fuera de estos casos, la única voluntad popular explícita es la que se manifiesta en la elección de los representantes (concejales o diputados), y es en una fase posterior cuando estos eligen al alcalde o presidente. Y desde luego, esto es particularmente cierto cuando los apoyos o pactos que finalmente se producen habían sido descartados antes de las elecciones. Por todo lo anterior, aunque uno ya no se sorprende de casi nada, no dejan de resultar más que curiosas algunas actitudes. Por un lado, la de quienes, aun cuando resulta claro que habiendo obtenido globalmente más votos y escaños que otros van a sufrir una inmensa pérdida de poder en el nivel de los gobiernos, quieren plantear ese resultado casi como un éxito. Por otro, la que aquellos que, a pesar de resultar manifiesto que han quedado en segundo lugar tanto en votos como en escaños, se apresuran a celebrar la noche electoral una victoria que no existe en el nivel de los representantes, y que para darse en el nivel de los gobiernos requiere de apoyos o pactos no conocidos, y hasta expresamente negados por la otra parte. Y en fin, la de quienes habiendo obtenido apoyos populares minoritarios (tal vez menos del diez por ciento) consideran que ellos hablan en nombre de “la gente” y se permiten dar lecciones de lo que hay que hacer por y para “la gente” a quienes les triplican en apoyo popular. “La gente” es un concepto vacío en términos jurídicos o políticos, ya que es el pueblo el que expresa su voluntad, pero creo que algunos lo han inventado para explicar que una minoría (por muy decisiva que llegue a ser) parece tener, por alguna razón que se me escapa por completo, una legitimidad superior la mayoría.

jueves, 21 de mayo de 2015

Mejorar las campañas

Mejorar las campañas



        
    Probablemente a estas alturas de la campaña electoral, la mayoría tendemos a estar un poco hartos de la repetición machacona de mensajes abiertamente publicitarios, de los coches que pasan anunciando mítines por megafonía y a voz en grito, de ver las mismas caras en los cartelitos de toda la ciudad, de nuestro buzón lleno de sobres y papeles de propaganda electoral… eso por no decir de las muchas simplezas y de las promesas manifiestamente demagógicas y populistas que se hacen. Podría parecer que aprovecho el momento para escribir lo que voy a escribir, pero en realidad llevo bastante tiempo (al igual que otros colegas) reclamando otra regulación, y sobre todo otra práctica, en lo relativo a las campañas electorales. No se trata solo de eso de nuevas tecnologías y redes sociales. Se trata de algo más importante. De tres ideas fundamentales que, en mi opinión, deberían presidir las campañas electorales modernas.


            En primer lugar, debate de ideas y de programas. Un debate que no se produce si cada uno se limita a contar “lo suyo” a “los suyos”, así que creo que no van en la línea correcta los mítines cuyo único objetivo es un minuto de impacto en televisión, la propaganda electoral, los espacios gratuitos y todas las formas comunicativas que transmiten un mensaje no susceptible de contraste con otras propuestas o de crítica. En cambio, los debates entre candidatos en los diversos medios de comunicación (incluyendo internet o las redes sociales) tienen mucho más sentido, y no deberían ser una práctica puntual o excepcional, o incluso ser de imposible realización cuando algunos candidatos los descartan. En segundo lugar, comunicación real con los ciudadanos. Una comunicación que no puede estar basada en los carteles con eslóganes e imágenes de los candidatos que ya conocemos, ni en los mensajes estereotipados de la propaganda electoral, todo ello formas de comunicación cerradas y unidireccionales, sin posibilidad de comunicación real con los electores. Ni en el mero hecho de que el candidato trate de recorrer muchos barrios de su ciudad, o muchos pueblos de su región, con el único objetivo de repartir el mayor número de besos y abrazos para que los ciudadanos le “sientan cercano”. Hay en realidad muchas vías que posibilitan una comunicación más cercana, y aquí las nuevas tecnologías pueden jugar un gran papel, desde buzones de correo electrónico hasta las redes sociales, pasando por páginas webs o blogs en los que se permita la comunicación bidireccional (sin descartar, desde luego, la comunicación personal y directa cuando tenga un contenido real). Y en tercer lugar, el ahorro. Creo que el actual sistema de utilización de medios públicos en campaña electoral, además de favorecer enormemente a los partidos ya implantados, supone un gasto inútil de demasiado dinero público. ¿Cuánto nos cuestan los espacios gratuitos para carteles, los envíos de propaganda, los espacios para mítines, los tiempos gratuitos para cuñas publicitarias en la televisión pública? Y sin embargo, como he apuntado, son las formas de comunicación más obsoletas e ineficaces. La campaña electoral, en lugar de costar dinero, puede incluso generarlo, pues los debates reales sobre temas de interés tienen audiencia. En fin, es mucho lo que hay que cambiar.  

(Imagen tomada de http://agenciamorris.com/la-estructura-invisible-de-la-campana-electoral/)

miércoles, 13 de mayo de 2015

A vueltas con la regla d´Hondt


A vueltas con la regla d´Hondt




            Algunos nos hemos pasado años explicando (en las aulas, en foros académicos, en los medios) lo que podríamos llamar las distorsiones sobre la proporcionalidad estricta que provoca la llamada regla d´Hondt, o para ser más exactos, la combinación esta fórmula (que en España utilizamos en prácticamente todas las elecciones, excepto en el Senado) y la circunscripción. Me ha tocado explicar muchas veces por qué tiende a favorecer a los partidos más votados (sean los que sean), por qué el voto de los ciudadanos de Soria (o Teruel, Guadalajara, Cuenca…) en las elecciones al Congreso, “vale” mucho más que el de los madrileños o barceloneses; por qué las candidaturas que concentran sus votos en unas pocas provincias (sobre todos los nacionalistas) solían obtener muchos mejores resultados en escaños, que quienes obtenían muchos más votos, pero repartidos equitativamente en todo el territorio nacional (por ejemplo, y hasta ahora, Izquierda Unida); por qué, en fin, en circunscripciones con muy pocos escaños, la proporcionalidad se desvirtúa de una forma bastante notoria. Tanto he explicado todo esto, que a veces tengo la sensación de haber arrinconado lo esencial.

            Lo esencial es que todas las fórmulas electorales son democráticas cuando permiten elegir libremente entre diversas opciones políticas y trasladan de forma razonable los resultados en votos a los escaños. Y para ello hace falta un contexto de pluralismo real. Lo esencial es que incluso los sistemas mayoritarios puros son perfectamente democráticos (no es menos democrático el Reino Unido que cualquier otro país con sistemas proporcionales, a pesar de las distorsiones que puede producir su fórmula). Lo esencial es que incluso donde la Constitución impone una fórmula proporcional, la que tenemos cumple suficientemente las exigencias de este principio (lo que ha reiterado el Tribunal Constitucional respecto a varias leyes autonómicas). Lo esencial es que, a la hora de elegir un sistema electoral, hay muchos factores a tener en cuenta. La proporcionalidad y el pluralismo son algunos de ellos, pero no cabe ni mucho menos desdeñar otros, como la gobernabilidad o la estabilidad. Resulta que este sistema tan denostado ha permitido durante casi cuarenta años una democracia más o menos equilibrada, y sin cambio alguno ha posibilitado un modelo pluripartidista, luego el llamado “bipartidismo imperfecto”, y ahora parece que de nuevo pluripartidismo (o tal vez incluso atomización); a veces ha provocado mayorías absolutas y otras veces relativas. Así que al final todo depende del comportamiento electoral del pueblo, como debe ser. Y cuando cada vez eran más las voces que exigían su inmediata modificación para incrementar la proporcionalidad y dar mayor presencia a terceras y cuartas fuerzas políticas nacionales, vemos que en Grecia un significativo premio de escaños a la fuerza ganadora ha permitido a Syriza gobernar con holgura, o que en Italia se propone una nueva reforma para garantizar igualmente que la fuerza ganadora pueda gobernar sin dificultad. A ver si vamos a ir con el pie cambiado, y en lugar de más proporcionalidad lo que va a hacer falta es garantizar la estabilidad, ahora que parece que va a ser más difícil que nunca formar gobiernos…       

(Imagen tomada de http://www.isd.org.sv/isd/index.php/marco-juridico/legislacion-electoral)

miércoles, 6 de mayo de 2015

Por qué luchó Padilla

¿Por qué luchó Padilla?


            La reciente colocación de una escultura de Juan de Padilla en la plaza homónima de Toledo solventa una deuda histórica que la ciudad tenía con “su” comunero. Parece realmente increíble que, después de tantas iniciativas frustradas, Padilla no contase hasta ahora con este reconocimiento en su ciudad. De la misma manera que no puede ser más oportuno el lugar elegido, en realidad la plaza que se formó cuando el emperador Carlos V ordenó destruir la casa de los Padilla. Se diría que esta plaza “estaba pidiendo” una estatua de quien fue acaso su más distinguido habitante. Por lo demás, en mi opinión la estatua, obra del escultor Martín de Vidales, es de muy hermosa factura. Tanto la importancia histórica del personaje, como el empeño y la firmeza con los que luchó por lo que creía justo, como su vinculación con Toledo, justifican sobradamente el reconocimiento, que por cierto no estaría mal que fuera acompañado por otro similar a su esposa y continuadora de su lucha tras su ejecución en Villalar, María Pacheco.   


            Todo lo anterior no es óbice, sino más bien pretexto, para que nos preguntemos por el sentido de la lucha de Padilla. Después de todo, a nuestra ciudad no le fue nada mal con Carlos V, gracias a quien tiene el título de “imperial”, y para España, si valoramos los acontecimientos en su contexto histórico y con los parámetros del siglo XVI y no los del XXI, tampoco fue globalmente una mala época, ya que alcanzó su máximo esplendor como potencia mundial. Por ello parecería que los hechos terminaron por difuminar la idea de la defensa de “España” frente al rey “extranjero”. Y, por otro lado, no dejaría de ser un exceso romántico el pensar que los comuneros actuaban como defensores de la “democracia” frente a la tiranía o el poder absoluto del monarca. Aunque es cierto que en los reinos medievales ibéricos, el surgimiento y la pujanza de las Cortes permitieron la participación de los estamentos en la toma de decisiones políticas, incluyendo a las ciudades, y que esto se perdió en cierta medida en la Edad Moderna, no cabe sin mucha exageración ver ese modelo de participación como un ejercicio de democracia; y por lo demás las Cortes, aunque con menos poderes, en modo alguno llegaron a desaparecer en España en toda la Edad Moderna, a diferencia de lo que sucedió en otros lugares como Francia. En definitiva, se diría que podría entenderse todo ese período más como una lucha entre el rey y los estamentos, que como una defensa de valores democráticos. Sin embargo, creo que la lucha de los comuneros encuentra su sentido en la defensa de las instituciones castellanas, lo que implica una forma de entender el ejercicio del poder que suponía cierta limitación al poder real. Y aunque aparentemente su derrota impidió el triunfo de esa idea, quién sabe si la mayor pervivencia de las asambleas parlamentarias en España, e incluso el mayor contrapeso que las instituciones de los reinos supusieron para el monarca (al menos en todo el período de los Austrias) no se debe en cierta medida a la huella que dejó en la conciencia colectiva la lucha comunera. Huella que de algún modo recuperarían, siglos más  tarde, los constituyentes gaditanos.