Espiar
está feo
La aportación de los Estados Unidos
a la formación de una cultura de los derechos humanos, así como de muchos otros
principios en los que se asienta nuestra civilización, ha sido esencial. Sin olvidar
algunos antecedentes en Inglaterra en el siglo XVII, podríamos decir que las
primeras declaraciones de derechos surgen en las trece colonias recién
independizadas, y poco después en las primeras diez enmiendas a la Constitución
federal. Por otro lado, y más recientemente, ha sido incuestionable la
contribución norteamericana a la formación y desarrollo de diversas
organizaciones que, con mayor o menor éxito (a veces con poco, pero estaremos
de acuerdo en que ha sido mejor con ellas que sin ellas), velan por las
relaciones pacíficas y civilizadas entre Estados y por la implantación
universal de algunos principios éticos, entre ellos los propios derechos
humanos. Me declaro sin complejo alguno admirador de lo que ha significado en
estos terrenos la cultura norteamericana.
Por eso mismo es más doloroso
comprobar cómo, cada vez con más frecuencia, parece que esos principios no
existen o solo son aplicables “de puertas adentro”. En su día ya escribí sobre
la enorme contradicción que significó torturar e ignorar la soberanía e
integridad territorial de terceros Estados para matar sin posibilidad de
defensa ni juicio a Bin Laden. Cada día, para entrar legalmente en los Estados
Unidos, miles de personas, además de responder a cuestiones casi cómicas como
si tuvieron algo que ver con el régimen nazi, o pretenden secuestrar a un
ciudadano norteamericano, deben renunciar a sus derechos de tutela judicial
frente a una hipotética decisión denegatoria. Frente al que intenta entrar de
forma ilegal, parece directamente que todo vale; quizá la idea que subyace es
que si aún no estás dentro del territorio de los Estados Unidos, no tienes
derecho alguno. Ahora también parece que espiar a jefes de Estado o de Gobierno
de países aliados es normal. Según se ha publicado, los Estados Unidos han
dividido a sus aliados en distintas categorías, y solo la primera (en la que
aparece el Reino Unido, Australia o Nueva Zelanda) es totalmente de fiar. La
segunda, en la que figuran casi todos los Estados europeos incluyendo España,
está compuesta por aliados generalmente cooperadores, pero de los que cabe
recelar. Socios, pero no amigos. Así que se puede espiar a sus gobernantes. Es
obvio que esto vulnera no solo la soberanía de estos Estados y los principios
que deben regir la cooperación entre aliados, sino la propia privacidad de las
personas espiadas. Pero no importa. En lugar de una disculpa, que es lo mínimo
que cabría esperar del presidente de los Estados Unidos, la respuesta ha sido
justificarlo por razones de seguridad y decir que ahora no se está haciendo ni
se tiene previsto hacerlo en el futuro. Señor Obama, ustedes nos enseñaron que
eso está mal. Y cuando alguien descubre que uno ha hecho algo mal, lo correcto
es disculparse.